28 de agosto de 2017

La vida es como un manjar bien condimentado.

La primera vez que llegué a mi casa y no encontré a nadie al abrir la puerta tenía alrededor de dieciséis años de edad y me pareció tan extraño que mi madre no estuviera en el hogar, porque usualmente me informaba si tenía alguna salida prevista. Decidí que aquel día sería mi estreno como incipiente cocinero, así que hice todo lo que veía hacer a mi madre a la hora de cocinar el arroz. Como en aquel entonces ya tenía experiencia friendo huevos, el plato elegido fue arroz con huevo. Eché par de vasitos de arroz en el caldero y vi sorprendido como el cereal llenaba aquel recipiente mientras se cocinaba. Gracias a Dios no se desbordó, pero cociné más arroz que el deseado. Luego freí unos huevos revueltos con queso y salami que tomé de la nevera. El resultado fue un plato de huevos revueltos con arroz al que le faltaba sal. Lo que sucedió fue que no sabía cuánta sal debía agregar al caldero y preferí echarla luego de que el plato estuviera listo y servido. Así lo hice. Justo cuando terminé de comer llegó mi madre y sonrió jocosamente al comprobar lo que yo había hecho, probó el arroz y me enseñó lo que debía hacer si el arroz volvía a quedarme desabrido, sin sal, alguna vez en el futuro. Preparó un vaso con agua y le agregó sal, probándolo hasta que el agua llegara al nivel de sal adecuado, luego le añadió una cucharadita de aceite y la vertió sobre el arroz, con la hornilla encendida, removió con el cucharón, le puso la tapa y listo. En unos cuantos minutos aquel arroz tornó de desabrido a bien condimentado gracias a la intervención de mi madre. Desde aquel día tomé en cuenta el consejo que mi progenitora me dio, pero descubrí que la sal era un ingrediente al que debía mantener a distancia, porque mi paladar prefería la comida en su punto, pero antes que salada mejor desabrida. Sí, porque lo desabrido se puede arreglar, pero lo salado es un caso perdido. Nunca he sido tan buen cocinero como mi madre ni aspiro a serlo, ella cocinaba como los ángeles y yo soy un simple mortal. Mas, el consejo de la sal lo he adoptado para varias situaciones de la vida. Cuando sé que no tengo el conocimiento de algo que debo hacer y no tengo cómo recibir instrucción sobre el particular, voy agregándole los ingredientes poco a poco y probando a medida que voy avanzando. El otro día, respondiendo una pregunta de una amiga sobre su hijo adolescente y unos contratiempos que la falta de comunicación había provocado entre ellos dos, le respondí que a los hijos, principalmente cuando ya están adolescentes, conviene tratarlos como al arroz desabrido, sin pretender echarle todo el sazón que no pusimos mientras crecían sino agregándole la sal poco a poco para que la vayan absorbiendo mientras verificamos que las cosas no salgan fuera de control. Permitirles que elijan solos los diferentes caminos que la vida les va presentando, no es una buena opción. Los jóvenes carecen de experiencia y necesitan ser guiados por los padres. Sin embargo, pretender que nuestros hijos van a hacer exactamente tal y como queremos que ellos sean, es todavía una ilusión más grande que la primera opción, mientras más queramos obligarlos a ser lo que ellos no quieren ser, más los alejamos de nosotros. Lo ideal sería escucharlos atentamente y poner atención a la forma en que ellos ven la vida, luego entonces podremos saber cómo adaptar aquella visión juvenil a nuestro parecer y experiencia. Sobre todo debemos intentar condimentar la situación agregándole poco a poco el sazón. Es la manera más conveniente de no extralimitarnos en lo que aspiramos lograr. Recuerda, la vida es un manjar que solamente disfrutamos cuando ha sido bien condimentado.    


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