El punto máximo de la sabiduría humana, sin lugar a dudas, radica en permitir brillar esas cualidades inherentes al ser humano que llamamos virtudes. Aún en este tiempo de confusión en que vivimos las virtudes son más apreciadas que el diamante más caro, más que la plata y más que el oro. Es así.
Las virtudes forman el complemento perfecto para el desarrollo y evolución de la humanidad. Existen las llamadas virtudes cardinales; Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. El cultivo de estas cuatro virtudes nos ayuda a cosechar la perfecta sabiduría. En efecto, la sabiduría puede ser alcanzada por el hombre mediante su propia valoración, que no es más que vivir acorde a lo que nos dicta la conciencia, lo que conocemos como virtudes principales o cardinales.
La prudencia guía nuestro hablar, nuestras acciones y nuestro trato hacia los demás, imprimiendo cautela, tacto y delicadeza en todo lo que decimos y hacemos.
La justicia nos anima a dar a cada uno lo que es debido, a identificar el bien y el mal y por ende a seleccionar lo que más conviene, lo que más aporta al bien de la humanidad.
La fortaleza nos permite ser constantes, persistentes, dinámicos y ágiles al actuar. La energía que nos da la fortaleza vence el temor y nos ayuda a enfrentar al mundo con firmeza y determinación.
La templanza nos brinda estabilidad emocional y física. Impide que seamos víctimas de nuestras propias pasiones y emociones, de nuestros deseos y ambiciones, de los hábitos perjudiciales que el mundo nos ofrece de manera gratuita.
Atesorar estas virtudes es la llave para una vida plena y llena de satisfación. Por lo regular el ser humano llega a comprender la mejor forma de vivir cuando ha alcanzado una edad avanzada, pero esa no tiene que ser la regla. Así como nos interesamos en inculcar en nuestros hijos educación intelectual, buenos modales y hábitos de higienes, de igual manera debemos enseñarles a cultivar sus virtudes. Que no crean que son cualidades reservadas para unos pocos, pues todo las tenemos. Sencillamente cada uno de nosotros cosecha lo que ha sembrado. Ese es el orden divino.
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