Preparaba mi bulto de entrenamiento cuando escuché el teléfono sonar. Salí de mi habitación hacia la sala y, al contestarlo, escuché la voz de mi padre decir que no debía asistir a mis entrenamientos. Pregunté el por qué y simplemente dijo que había problemas en la calle. Colgó el teléfono luego de advertir que lo mismo iba para todos mis hermanos. En cuanto llegaran de la escuela deberían permanecer en el hogar.
Aquello me resultó algo extraño, pero nadie discutía las órdenes de mi padre y además era la primera vez que ocurría algo así. Comuniqué a mis hermanos la novedad y nos pusimos a jugar parché en la mesa del comedor mientras esperábamos la hora de comer. Después del almuerzo, encendimos el televisor, fue entonces cuando nos enteramos de lo que ocurría. Santo Domingo, al menos la parte alta de la ciudad, ardía por las cuatro esquinas. El pueblo se había lanzado a las calles en protesta por el alza de los alimentos y los productos de primera necesidad. La policía los enfrentaba con macanas y bombas lacrimógenas.
Habiendo crecido tan cerca de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, hacía que aquel cuadro resultara bastante familiar. En múltiples ocasiones me tocó ver estudiantes correr despavoridos, con los ojos enrojecidos, después de haber enfrentado a los "cascos negros" de la policía nacional. La sensación de haber olido pimienta, el olor a neumáticos incendiados y la suspensión de clases en la UASD era algo cotidiano, ocurría dos o tres veces al año sin faltar. Quizás por eso no me alarmaron tanto aquellas escenas que transmitían los canales locales de televisión. Sería cosa de un par de horas y luego todo volvería a la normalidad, estaba seguro de ello.
La semana santa recién finalizaba y los dominicanos debían retornar a sus labores después de aquellos días de asueto. El gobierno, encabezado por Salvador Jorge Blanco, anunció drásticas medidas de carácter económico como fruto de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (F.M.I.). La mayoría de la población dominicana desconocía todo lo relacionado con ese organismo financiero internacional pero su sola mención a partir de aquel momento representaba un presagio de malos augurios. Así fue por mucho tiempo.
Las medidas anunciadas por el gobierno desembocaron en un exagerado incremento de la canasta familiar; Arroz, habichuela, leche, pan, gasolina, todos los precios salieron disparados. Ese fue el detonante que explotó la olla de presión que hervía en la parte alta de mi ciudad.
Mi sector era muy tranquilo, nada de lo que acontecía al norte del Distrito Nacional se reflejaba en el desenvolvimiento de mi zona. De no haber sido por la militarización total de nuestro entorno, cualquiera hubiera creído que se trataba de otra ciudad. Pero aquellos militares con armas largas y uniformes de camuflaje, apostados en las azoteas de los edificios, como en tiempos de guerra, no nos permitían olvidar lo que sucedía. Las violentas escenas, casas incendiadas, neumáticos quemados por doquier y el terror impregnado por el olor a sangre, confundía a los capitaleños que habitaban los barrios más desposeídos de mi ciudad natal.
Mi interior se convirtió en un saco sin fondo donde la sociedad vertía toda aquella información sin ningún tipo de explicación, ni justificación. ¿Qué ocurría Dios mío? nunca comprendí lo que pasó en tiempos de la revolución de abril del 65, nunca pude comprender los pensamientos de un pueblo que se lanzaba a morir por una supuesta democracia que nunca ha existido en mi adorada Quisqueya. No entendía la ausencia de diálogo entre ciudadanos de una misma nación que no pudieron ponerse de acuerdo luego del nefasto golpe de estado contra el presidente Juan Bosch, pero creía que eso era cosa de un ignorante pasado de un pueblo acostumbrado a la mano férrea de la dictadura y que en cierto modo podría ser un resultado normal y hasta esperado por los estudiosos de la conducta humana. Fueron otros tiempos muy diferentes, me decía sin comprender lo que en el presente sucedía. Terminaba el tercero de bachillerato y en varias ocasiones pude escuchar en clase los relatos de profesores que narraban, a su manera, aquellos trágicos momentos de nuestra historia. También pude leer en la prensa, y en uno que otro libro, a diversos autores que de nuevo a su manera, relataban lo acontecido. Nunca lo entendí. ¿Para qué matar a un pueblo que ni siquiera estaba ilustrado en el verdadero significado de la palabra libertad?, y el pueblo ¿por qué luchaba contra sus propios hermanos con tanta saña y valentía sabiendo que eran todos parte del mismo pueblo?. Nunca lo entendí. Pero en mi interior quise siempre darle una justificación. Era sólo un pueblo ignorante que no conocía el sabor de la libertad.
Mas, 1984 no era 1965. Muchísimos de los jóvenes que lanzaban piedras y quemaban gomas, no habían nacido o tenían muy poca edad en los tiempos de aquella sangrienta revolución que propició la intervención gringa en los años sesenta. Esos pensamientos me aterraban. Solamente pensar que algo similar pudiera ocurrir y que entonces tuviera yo que presenciar una repetición de lo que nunca entendí y no entenderlo una vez más, era un espantoso pensamiento. Los cascos negros fueron sustituidos por el ejército. Los cazadores de Constanza, decían todos, ocuparon las azoteas de los pocos edificios de la parte alta de Santo Domingo y desde allí ultimaron sin contemplación todo lo que se movía por aquellas callejuelas de los barrios pobres de mi ciudad. Cuatro días más tarde la revuelta había sido totalmente aplacada. El gobierno dijo que unas decenas de personas habían perecido en dichos incidentes, los sindicalistas de la clase obrera hablaban de miles de muertos y uno no sabía en quien creer. La ciudad siguió estando militarizada por varios días. En los periódicos de circulación nacional apareció una lista inmensa de nombres de personas que, según ciertas organizaciones civiles, habían perdido la vida en los enfrentamientos de esos horribles cuatro días que tiñeron de sangre y horror mi hermosa capital dominicana. Todavía una semana más tarde podía sentirse la tensión reinante entre mis conciudadanos. Especialmente en barrios como Villa Juana, San Carlos, Cristo Rey, Villa Consuelo y otros más por donde me sentí obligado a caminar para palpar por mí mismo la realidad, para indagar acerca de la suerte de varios de los jóvenes de esos sectores a los cuales yo conocía, para comprobar lo que la prensa y el gobierno, también el pueblo decía. Los agujeros en las paredes de los edificios y casas de los barrios evidenciaban el derroche de municiones de los miembros del ejército contra sus compatriotas portadores de piedras y gomas para quemar… era evidente la lucha desigual.
Mi frustración fue mucho peor cuando el presidente Jorge Blanco dirigió un discurso televisivo a todo el pueblo dominicano y en vez de mostrar pesar, asombro, pena y duelo, como yo esperaba, felicitó al entonces Secretario de las Fuerzas Armadas que ostentaba un apellido más que adecuado para la ocasión, "Cuervo Gómez". Me preguntaba entonces si algún día, cuando yo creciera, podría entender todas aquellas cosas que entonces no entendía, me preguntaba el significado de injusticia, democracia, y libertad al estilo dominicano, que no concordaba con lo que yo encontraba en los diccionarios de la real academia española. Mientras más me preguntaba, más me confundía. Ante mis inquirimientos mi padre me decía que nos faltaba mucho antes de que disfrutáramos de una verdadera civilización organizada y acto seguido me advertía que no hablara de esos temas ni de nada parecido en lugares públicos, incluidos los carros de transporte púbico y mucho menos con personas extrañas o desconocidos, aunque fuese cuestionado sobre el particular. En eso siempre obedecí a mi padre y seguí al pié de la letra sus consejos. Lo que nunca pude hacer fue entender por qué dominicanos mataban a dominicanos cuando ni siquiera existía entre nosotros una ideología política definida.
Admito que unos años más tarde sentí algo de consuelo cuando el Dr. Joaquín Balaguer, de vuelta en el palacio presidencial, propició que la justicia dominicana sometiera, enjuiciara y luego encarcelara a Jorge Blanco y a Cuervo Gómez, y que las personas adultas a los cuales escuchaba hablar del tema dijeran que Balaguer lo hizo, no por los desfalcos y corrupción de los cuales fueron ambos acusados, sino por los muertos de abril de 1984.
En aquel entonces supe que uno de los jóvenes que estudiaba teatro conmigo en Bellas artes, llamado Moisés, murió acribillado por las balas de nuestro Ejército Nacional y nunca lo pude olvidar. No pude olvidar todo aquello y no pude conformarme con saber que mi nacionalidad dominicana no era garantía de que algún día pertenecería a una verdadera civilización. Así que años más tarde, aún sin entender cosa alguna, salí de mi tierra en busca de lo que mi país no me daba.
Tamaña fue mi sorpresa cuando luego de años y de haber conocido muchas otras ciudades me di cuenta que aún en las supuestas sociedades avanzadas ocurría algo similar a lo que pasaba en mi tierra. No existe una relación armoniosa entre gobernantes y gobernados, más bien todo parece un estúpido juego entre dominadores (del gobierno de turno) y dominados, solamente semejante a la relación entre los leones de circo y sus domadores armados de un látigo y una silla. Estúpido león que no se da cuenta que es él quien tiene el poder y podría tener el control cuando quiera.
Hoy, gracias a Jesucristo, ya no siento aquellos fastidiosos sentimientos contradictorios cuando escucho los nombres de aquel ex presidente y de su secretario de las fuerzas armadas. Y aunque las cosas no han cambiado mucho en mi tierra y seguimos estando lejos de tener una verdadera civilización, hoy sé que a mi pueblo solamente le falta educación para que lo cambiemos todo. Muchos de mis compatriotas lo ignoran y algunos de los que lo saben les conviene, creen ellos, quedarse callados al respecto. Pero yo lo sé. Sé que la educación, no las violentas protestas, puede cambiar nuestra realidad. Que si fuéramos un pueblo educado en su totalidad, verdaderamente educado, no con el intento educacional que significa nuestro actual Ministerio de Educación, dejaríamos de permitir que un grupito de corruptos funcionarios hurtara descaradamente y en nuestras narices el dinero que nos pertenece a todos. Que nuestros jóvenes murieran a diario abatidos por disparos salidos de las armas de nuestro propio cuerpo policial, quienes son también hijos de nuestro pueblo, sería un capítulo ya leído. La insalubridad en nuestros hospitales fuera inconcebible y sobretodo el hambre, ese maldito flagelo que golpea inmisericordemente a los pueblos mal gobernados, no sería la causa de tanta violencia y de tanto crimen.
Si mi pueblo fuera educado, si Latinoamérica fuera totalmente educada, todo cambiaría. Dejaríamos de ser leones de circo dominados por un látigo, una silla y un ignorante domador de fieras de cualquier circo.
Sigo sin entender por qué no despertamos y educamos nosotros mismos a nuestros hermanos, para evitar que ya nunca se repitan aquellos desastrosos escenarios sangrientos en nuestra sociedad. Confío en Dios. Por eso oro todos los días para que mi tierra despierte y seamos un día el pueblo educado y civilizado que tanto anhelo.
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