He escuchado en innumerables ocasiones el testimonio de personas adultas que sabían reconocer el enojo de sus padres desde su más tierna infancia. Casi siempre relatan aquellos episodios de buen ánimo, con una sonrisa en sus rostros y agradeciendo a la vida aquellos momentos. Unos dicen que su madre sólo los llamaba por su nombre completo cuando estaba molesta con ellos, otros aseguran que la mirada seria de uno de sus progenitores tenía el poder de interrumpir cualquier acción mientras comunicaba desaprobación de lo que estaba ocurriendo. Ante aquellas muestras correctivas, previamente conocidas por todos los miembros de la casa, los hijos siempre saben cual es el siguiente paso que deben tomar. Unos optan por retirarse sin dilación a sus habitaciones, no sea que el enojo aumente y las consecuencias sean peores; otros tratan de mantenerse tranquilos en un ricón, sin pronunciar una sola palabra, sin siquiera suspirar de manera que alguien los pudiera escuchar. Pero los hijos más sabios son los zalameros, los que se acercan a su progenitor con cariño y lo abrazan mientras le dan un beso. Esos son hijos verdaderamente sabios.
De esa misma manera debemos acercarnos a nuestro Señor cuando reconocemos nuestra falta, con un beso de amor que pide perdón. Un beso capaz de derretir el hielo causado por el enojo, un beso que dice, sin palabras, que entendemos nuestra equivocación y aceptamos con amor la corrección. En el capítulo 2, versículo 12 del libro de Salmos encontramos este consejo: "Besad al hijo, no sea que se enoje y perdáis el camino; pues se enciende de pronto su ira. ¡Bienaventurados todos los que en él se refugian". Cuando aceptamos la corrección evitamos el enojo y las consecuencias que de este pudieran derivarse. Medita en la ley de Jehová y serás verdaderamente sabio.
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