17 de enero de 2011

Dominiland: País de las maravillas.

Ya una vez, años atrás, el rey Afrini perdió el reino de  Dominiland,  de manos de Calvini  de Guraviña. El pueblo estaba hastiado de su mala gobernación y no salió a defenderlo. Por el contrario, aquel pueblo nunca había manifestado abiertamente tanta efusiva alegría y desbordado alboroto como el día en que se supo que Calvini de Guraviña había logrado la conquista del palacio. La emoción colectiva, solamente comparable con el ascenso al trono de Segismundo en “La vida es sueño” de Calderón de la Barca, era más que evidente en el pueblo de Dominiland.  La muchedumbre bailaba a ritmo de la más reciente obra clásica de la Banda Chula, “ay que olla”, la cual convirtió, momentáneamente, en un segundo himno nacional.
“La malaria invadió nuestros bolsillos”, se quejaba la plebe. Frases como: “Frenando en el aro”,  “jalando aire”, “sin ni uno”, “atrás del último”, y claro está…  “en olla”, ocupaban los primeros lugares del top ten sincrónico coloquial en la cotidianidad del reino de Dominiland. Dichas frases solamente eran superadas por el protervo nombre de “Buquí solitario”, mote con que el pueblo bautizó a los berengenistas desde el momento en que estos tomaron el poder pues ni siquiera las migajas de pan sobrantes de sus banquetes caían donde el populacho las pudiera coger. Por esa razón el pueblo aprobó que el rey Calvini de Guraviña tomara para sí el palacio de Dominiland. Confiado y emocionado, el monarca de Guraviña cometió el error de su vida. Permitió que el derrocado rey de Dominiland intercambiara su propia libertad por la de sus siete más cercanos colaboradores, los cuales fueron enviados a las mazmorras de una sucia y oscura cárcel en medio de la nada. Nunca más serían mencionados y ninguno podría limpiar su reputación. El rey destronado huyó despavorido hacia una residencia ubicada en la falda de una montaña con forma de globo. Como es normal en este tipo de acontecimiento, quedándose casi solo, Afrini estaba rodeado por unos pocos amigos quienes le agradecían el no haberlos entregado junto a los otros siete. Pacífico Medín, a quien Afrini intentó ceder su trono en un desesperado e infructuoso intento por librarse de la furia del pueblo, le rendía el último informe oficial contenedor de la negación del rey Joaco de Navarria de autorizar que sus 24mil soldados navarristas  lucharan al lado de los berenjenistas para evitar la consumación del ascenso al trono de Calvini de Guraviña. El rey Joaco   le explicó que él necesitaba su  ejército intacto para protegerse, y agregó que con los 50 mil hombres que componían  el ejército de Calvini, de todos modos sería muy cuesta arriba vencerlo y no estaba dispuesto a correr ese riezgo. “¿Me oyes o no me oyes?”, fue lo último que el nonagenario Jerarca preguntó a Pacífico Medín antes de que este desistiera de seguir implorando.  Pacífico y sus acompañantes abandonaban el despacho de Joaco lentamente. Todavía no se había cerrado bien la puerta cuando Pacífico se vio tentado a volver sobre sus pies y hacer un último intento de convencer a su anfitrión, pero escuchó claramente cuando el sabio caudillo decía a su asistente, Malindo Alpes, “esta gente cree que todos los días son de fiesta. La otra vez los apoyé para que Negrito Peñón de Creolina no ganara la guerra y no trajera toda su gente a vivir a Dominiland. Tampoco apoyé a Pelo Liso porque si ese ganaba, aún siendo de los míos,  me cortaba el agua y la luz...”. Malindo Alpes se dio cuenta que la puerta tardaba en cerrarse y caminó hacia ella sin dejar de escuchar lo que su jefe decía.  “…Le advertí a Afrini que le prestaría mi cotorra para que le diera no más de cuatro vueltas por el patio, sin mareármela, y me la devolviera con todo y corona, se hizo el loco y no me devolvió ninguna de las dos.  ¡Que cojan ahí.!    . Malindo Alpes cerró la puerta de un empujón y por poco hace que Pacífico se vaya de boca, si no es por la enana real que  lo ataja con la escoba, se cae al suelo.
Luego de relatarle lo sucedido a su amigo Afrini y de escuchar sus lamentos,  dijo  discretamente,  “Afrini,  quédate tranquilo que como quiera yo siempre te llevo en mi corazón.” y le pasó un pañuelo purpúreo para que secara sus lágrimas y el sudor de su frente.
A lo lejos, podía escucharse el tema de moda repetido una y otra vez por los seguidores del nuevo rey; “Ay que ollaaa, ay que ollaaaa….”. Afrini meditaba para sus adentros con aire adusto y solemne, semejante al que Alexandre Dumas confiere a Edmundo Dantés en su obra “El Conde de Montecristo.”, y sentenció que si algún día volvía al poder, se encargaría de que “Nelson de la Olla” no volviera jamás a pegar un tema en la radio. Tan profundamente absorto estaba en sus pensamientos que sin darse cuenta ya estaba moviendo el pié derecho al compás del dichoso tema. Al percatarse de lo que hacía, miró rápidamente de un lado a otro para comprobar si era observado, pero todos estaban cabizbajos, pensativos y adoloridos, nada habían notado. Afrini se llevó las manos a la greña y coincidencialmente al mismo tiempo que el intérprete del tema musical que en el fondo se escuchaba,  gritó a los cuatro vientos ¡Dios mío, que olla!.

Esta historia continúa en: Dominiland. 2da parte. 


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